Fe y coraje

Las madres de los estudiantes mantienen encendida una luz de la esperanza y siguen en la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa esperando a sus hijos y pidiendo que se los regresen vivos.

Por: María Arce, UnivisionNoticias.com

#Ayotzinapa6

El dolor de las madres de Ayotzinapa

Lo dejaron todo y salieron corriendo para Ayotzinapa apenas supieron del ataque contra sus hijos. Desde aquel fin de semana de septiembre de 2014 se instalaron en la escuela normal y no se fueron más. Peregrinan y marchan pidiendo por los 43. Exigen Justicia y la aparición con vida de los estudiantes. Muchas de ellas son campesinas, todas son puro coraje y corazón. Están dispuestas a enfrentar lo que sea y no bajarán los brazos hasta que vuelvan a Ayotzi los 43. Estas son cinco de ellas (haga clic en las fotografías para leer las historias).

 

 

Bertha


Bertha, la mamá de uno de los seis jóvenes asesinados en Iguala


  • Bertha Nava Martínez, la madre de Julio César Ramírez Nava, quien murió al tratar de auxiliar a sus compañeros de escuela.
  • A Julio César Ramírez Nava lo enterraron con todas sus pertenencias, incluida la trompeta que le gustaba tocar.
  • "Me quitaron a mi hijo pero me dejaron muchos hijos que vienen a abrazarme", dijo Bertha Nava Martínez a UnivisionNoticias.com.
  • La familia de Julio César Ramírez Nava tuvo que pedir ayuda al gobierno de Guerrero para sepultar al joven.
  • Al funeral de Julio César Ramírez, realizado en la escuela de Ayotzinapa, acudieron todos los sobrevivientes de la tragedia.
  • Con velas, flores y rezos, amigos y familiares despidieron a Julio César, uno de los seis muertos de la masacre de Iguala.

El celular sonó a las 11.44 de la noche. Era su hijo y Bertha atendió. No lo supo entonces, pero iba a ser la última vez que hablara con él. Julio César Ramírez Nava murió junto a otras cinco personas en Iguala el 26 de septiembre de 2014.

 

Tras batallar para reconocer y poder enterrar a su hijo, Bertha Nava Martínez sigue en la Escuela Normal de Ayotzinapa. Llega temprano y ayuda, junto a otros voluntarios, a servirles el desayuno a los padres de los 43 estudiantes desaparecidos que dejó la masacre.

 

Julio César acababa de comenzar a estudiar para ser maestro. Cuando le contó a Bertha que quería ir a Ayotzinapa, su mamá se entristeció porque ya no iba a ver a su hijo tan seguido. Nunca imaginó que ese camino los separaría por siempre.

 

“Quería hacer algo con su vida. Quería ir con los niños, en las comunidades lejanas, para enseñarles y darles consejos a los papás”, dice Bertha, sentada en una silla de plástico blanca, al costado de la cancha de básquet de la escuela. Allí, el 30 de septiembre de 2014, velaron a su hijo. Cientos de personas lo despidieron con velas, flores y rezos.

 

Julio César tocaba la guitarra y la trompeta. “Quería tocar serenatas para las madres. Siempre estaba alegre y echándole ganas a la vida”, asegura su madre. Tenía 23 años. Lo enterraron con la trompeta y todas sus pertenencias. “Tendría que haber agarrado un cuadernito aunque sea para ver qué escribía mi hijo”, se arrepiente.

 

Cuando Julio César no estaba en la escuela o cosechando elote, se escapaba a visitar a su mamá. Apoyado en el barandal de su casa esperaba que su madre le cocinara “verduras salteadas, caldo o frijolitos”, sus favoritos. Comía con sus hermanos Dalia, Ariel y Eustorgio, y siempre jugaba con su sobrina Yaremi Guadalupe.

 

Bertha no sabe cómo le contará a la chiquita lo ocurrido: “¿Va a venir tío? ¿Me va a comprar yogur y chicle?, me pregunta. Tiene tres añitos. Tu tío te va a comprar, pero te lo voy a dar yo porque tu tío anda lejos, le digo”.

 

“Era un muchachito callado, pero cuando tenían que apoyar a alguien, lo hacía sin pensar”, recuerda Bertha. Eso pasó el 26 de septiembre. Cuando los policías emboscaron y balearon a los amigos de Julio César a las nueve de la noche, estos llamaron a los estudiantes que quedaron en la escuela para que fueran a rescatarlos. Julio César era uno de ellos.

 

“’Balearon a unos alumnos. Vine a apoyar a los muchachos. Estoy bien mamita, no te preocupes’, me dijo. Me llamó a las 11.44”, recuerda Bertha. La hora no se le olvidará jamás. A Julio César lo mataron en un nuevo ataque de los policías después de las 12 de la noche.

 

El viernes 10 de octubre cuando se cumplieron 15 días de la masacre, Bertha y María –la abuela paterna- llevaron flores al cementerio. Dicen que la tierra de la tumba estaba hundida. “Cuando la tierra se hunde es que no le tocaba”, dijo la abuela.

María


María, la mamá que por las noches deja la puerta sin llave para que vuelva su hijo


NotaMaria

Seis años atrás, Miguel Ángel Hernández Martínez tuvo un accidente en la entrada de Ayotzinapa. Lo atropellaron y pasó tres meses en hospitales, con una pierna destrozada. Para su madre, María Martínez, fue una agonía y creyó que aquellos días serían los peores de su vida. Pensó que nada más terrible podía pasar. Nunca imaginó que Ayotzinapa volvería a ponerla en jaque con la vida.

 

Miguel Ángel es una de las víctimas de Iguala. María cuenta su historia en la cancha de básquet de la escuela, la misma en cuya entrada su hijo fue atropellado por un tráiler que casi le arranca la pierna. Ahora, a María le arrancaron el hijo entero.

 

“Miliguín” tiene 27 años y cursa el primero de magisterio. María se enteró de la masacre en Iguala por otro de sus cuatro hijos: Luis Alberto, que también estudia en Ayotzinapa.

 

Miguel Ángel, según reconstruyó, “estaba trabajando en la huerta cuando lo llamaron para tomar los buses en Iguala”. Del resto de la tragedia, los 25 heridos y los 6 muertos, se enteró cuando llegó a la escuela ese domingo.

 

“Sentí bien feo esperando que mi hijo llegara pero nunca llegó”, confiesa María. Tras el ataque de los policías de Iguala, los alumnos se dispersaron. Muchos regresaron en grupo. Otros, a cuenta gotas. El hijo de María nunca volvió.

 

“Lo llamo todos los días, pero siempre me manda a buzón. Una mamá me dijo que le mande mensajes de texto. Y le escribo todos los días por si los puede leer”, cuenta, acompañada de su hija Guadalupe y su nieta de cuatro años, Estrella. “Le dice Miliguín porque no le sale decirle Miguelín”, explica María.

 

La última vez que María vio a su hijo fue la semana anterior al ataque. Miguel cumple años el 23 de septiembre y fue a visitar a su mamá. Se quedó hasta el 25. El 26 se lo llevaron los policías municipales y Guerreros Unidos.

 

De vez en cuando, María regresa a su casa –por seguridad no dice donde vive- pero no se queda mucho tiempo. Allí se desespera: “Pienso que en la escuela lo voy a ver. Los otros días lo confundí con otro muchacho que venía bajando el terraplén”.

 

Cuando vuelve a la escuela, le pide a una vecina “que revise la casa por si él viene. Por la noche no le ponemos seguro a la puerta para que Miguel pueda entrar”.
“La primera semana no comí, no dormí, nada. Pensé que no iba a resistir. Una mujer me dijo que Dios pone las pruebas más duras a quienes las van a aguantar y le dije ¿cómo sabe que la voy a aguantar? ‘Ya la estás aguantando’, me respondió”, dice María.

 

El Estado decidió que María y los otros padres reciban asistencia psicológica. “Yo no quiero un psicólogo, no estoy loca, quiero a mi hijo”, responde y promete que no dejará de buscarlo. “Personas que no son de la familia tienen fe, ¿cómo yo no voy a tener fe que soy su madre?”, dice rodeada por Guadalupe, que vino desde el DF embarazada de 7 meses. Aún no sabe qué nombre le pondrá a su bebé. Estrella, su hija, pide que lo bauticen Miliguito, como a su tío desaparecido.

Nicanora


Nicanora, la mamá que se enteró de la desaparición de su hijo por los periódicos



 

“No pierdo la fe que Diosito va a tener misericordia de nosotros y de los muchachos, donde quiera que los tengan, que los proteja, que les de ánimo para que ellos regresen bien. Porque ahorita solo Diosito sabe dónde los tienen, a él nadie lo engaña. Y esperemos que él nos los esté cuidando para que nos los regresen. Vivos y sanos”.

 

La fe de Nicanora García González no se desvanece a pesar del tiempo. En su corazón no hay dudas de que su hijo Saúl, de 18 años, está vivo en algún rincón de México, igual que las ganas que tenía de convertirse en maestro.

 

“Es el único hijo que quiso estudiar, que quería tener un futuro y me siento orgullosa de él porque se vino a luchar para salir adelante”, dice Nicanora, que se enteró de la desaparición de Saúl por los diarios. “Me fui a Ayutla a comprar unas cosas para comer. Allá me entero por el periódico. Me vine a mi casa pensando que mi esposo iba a estar y cuando llegué él ya se había venido para acá”, cuenta Nicanora. A su marido ya le habían avisado que su hijo estaba desaparecido. “Así que salí hasta el lunes por la mañana para acá. Y desde ese día estoy y no me he ido”, agrega.

 

Hacía una semana que no hablaba con Saúl Bruno García, su nombre completo. “Él se vino el 20 de septiembre para acá”, tras pasar unos días en casa trabajando en lugar de su padre que estaba enfermo. “Me estuvo platicando de cómo era la escuela, que se sentía bien. Le gustaba porque decía que aquí se aprende a luchar por sí mismo”, recuerda Nicanora.

 

Aunque viven de la tierra, el campo, dice Nicanora, es su condena. “A nosotros como somos campesinos no nos hacen caso. Si fuera el hijo del presidente, del gobernador hubieran hecho lo imposible para encontrarlo. En dos, tres días lo tendrían en la mano. Pero nosotros no tenemos noticias de nuestros hijos”, se queja.

 

Nicanora destila bronca y un pedido desesperado: “A toda la república, a EEUU, ayúdennos a buscar a nuestros hijos, que los regresen vivos y sus sueños se hagan realidad”. Ser maestros, ir a los rincones del México más profundo para educar a los chicos. Es el sueño de Saúl y de los más de 500 alumnos de Ayotzinapa. “Es lo que quiere Saúl; apoyar a la gente humilde, porque él viene de gente humilde”, dice Nicanora entre orgullosa e indignada.

 

“No me voy de aquí hasta que mi hijo regrese. Quiero que regresen todos. Porque al sentir lo que me duele mi hijo, sé lo que a otras madres les duelen sus hijos y quisiera que todos los muchachos regresen”, pide y reclama Justicia. “Vivos se los llevaron, vivos los queremos. Vivo quiero a mi hijo. Yo no pido más que me lo entreguen vivo”, insiste Nicanora con un solo pensamiento en alma y corazón: “Tener a mi hijo en mis brazos como cuando era un bebito”.

Cristina


Cristina, la madre que crió sola a Benjamín, el niño que no quería ir a la escuela y terminó queriendo ser maestro



 

A Benjamín Asencio Bautista no le gustó nada la idea de ir a la escuela. A los 4 años, su mundo eran los juguetes y la idea de “ir a estudiar” no estaba en sus pequeños planes.

 

“Cuando tenía cuatro añitos no quería ir a la escuela. Su papá decía que estaba chiquito, que no fuera. Pero me dijo la maestra que debe de estudiar. Para que vaya a aprendiendo”. Las palabras son de Cristina Bautista Salvador, la madre de Benjamín, uno de los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala.

 

“Estoy sola con mis hijos. Tengo mi esposo pero nos abandonó hace 14 años. Y desde ese entonces no nos ha ayudado”. Las fechas a Cristina no se le borran. “Cuando él (por su marido) se fue, era un día sábado. El lunes agarré a mi hijo y le dije vamos a ir a la escuela para que aprendas. ‘No, pero mi papá no quiere’. No, tú tienes que aprender, tú tienes que estudiar. Yo siempre le decía tú tienes que ser un licenciado, un maestro. Tú tienes que hacer algo”, recuerda Cristina.

 

Benjamín no quería saber nada. Lloraba y pataleaba camino a la escuela. “La maestra le empezó a hablar, que le va a dar colores para que pinte”, repasa Cristina. También les dio las indicaciones para hacer una semana de adaptación: que Cristina viniera con su hijo y lo acompañara unas horas. En una semana, le prometió, “va a querer venir solito”.

 

Al final no necesitó la compañía de su mamá, y no necesitó una semana. Al día siguiente Benjamín decidió ir por su cuenta a la escuela.

 

Cristina Bautista Salvador recuerda sus días en la Normal Rural de Ayotzinapa. Llegó el domingo siguiente al ataque contra los alumnos en Iguala. Venía de Alpoyecancingo, municipio de Ahuacuotzingo, en el noreste del Estado de Guerrero.

 

Mairyani, una de sus dos hijas, cursa tercer año de bachiller y fue la que trajo la mala noticia. “¿Ya se comunicaron con su hermano?, le dijo su maestro que sabía que mi hijo venía a Ayotzinapa” y del ataque en Iguala.

 

Cristina se desesperó, pero tuvo que esperar. Trabaja cuidando a la madre de una maestra en Ahuacuotzingo y no podía dejar a la mujer sola. Apenas pudo, se fue para Ayotzinapa. Por los nervios, Crisitina dejó su celular tirado por ahí. Cuando lo encontró, tenía varias llamadas perdidas. Era su hermano.

 

“¿Has hablado con Benja? De casualidad compré un periódico que dice que están desaparecidos los muchachos. Y está tu hijo también”, le dijo a Cristina. Era la lista de los 43.

 

Cristina pasó parte de sus días en Ayotzinapa como administradora de las donaciones que reciben los padres. “La primera semana no comía, no dormía. Ya desde que me pusieron de tesorera, un poquito me estoy distrayendo. Me hablan para acá, para allá. Ya no me siento tan deprimida. Tengo fe de que mi hijo va a regresar, va a estar bien y va a seguir aquí estudiando. Lo quiero mucho. Lo amo. Lo adoro a mi hijo”, declara al mundo entero.

Macedonia


Macedonia, la mamá dispuesta a enfrentarlo todo por encontrar a su hijo



 

Macedonia Torres Romero es la madre pero también el padre de José Luis Luna Torres, uno de los 43 desaparecidos de la Escuela Normal de Ayotzinapa. Viuda y huérfana, Macedonia vive en la comunidad aborigen de Amilcingo, en el Estado de Morelos. Trabaja en las calles, vendiendo elote y cacahuate para darles de comer a sus seis hijos.
Macedonia se enorgullece porque José Luis “siempre le ha echado ganas a estudiar”. “Se ha esforzado en trabajar, en salir adelante”, dice.

 

Antes de inscribirse para cursar el primer año de la licenciatura en Educación Primaria en Ayotzinapa, José Luis trabajó para juntar dinero para las zapatillas que iba a necesitar en clase. “Trabajaba de campesino, iba a cortar una rama, a veces iba a sembrar árboles, maíz, a cualquier cosa”, cuenta Macedonia.

 

Pero Luis –como le gusta llamarlo a Macedonia- o Pato –como les gusta llamarlo a sus amigos, porque según ellos tiene “la voz del Pato Donald” – conseguía trabajo solo “de vez en cuando”.

 

La última vez que Macedonia lo vio fue en septiembre, una semana antes del ataque en Iguala. Su hijo, enfermo, pasó ocho días en su casa. En esos días era el cumpleaños de Macedonia y él dijo que no le podía regalar nada más que un abrazo. Fue el último que se dieron. Macedonia llora: “El mejor regalo es que él estudie”.

 

El domingo 27 de septiembre, un vecino de Macedonia –Don Pedro- llegó de improviso a su casa. Ella se preparaba para ir a vender a la calle cuando se enteró de lo que había sucedido. Lo dejó todo y se fue para Ayotzinapa.

 

“Trato de ponerme fuerte para seguir adelante buscando a mi hijo”, dice. “Me pongo a pensar dónde estará, con quién, qué estará haciendo. ¿Comerá? ¿No comerá? ¿Lo maltratarán?”, se pregunta. “Nadie sabe lo que estamos sintiendo. Qué es lo que nos duele”, sigue.

 

Macedonia vive en la escuela como muchos padres. De Morelos, su casa, a Ayotzinapa hay unos 200 kilómetros –unas 125 millas- y no le alcanza el dinero para ir y venir todos los días. En la puerta de su casa, donde quedaron sus otros hijos, hay un cartel que dice: “Coperación voluntaria para la señora Masedoña Torres Romero” (sic). Allí, algunos vecinos dejan monedas para la familia. Otros, comida.

 

“A mi José Luis le digo que lo quiero mucho, que lo estoy esperando, que lo quiero ver. Y que le eche muchas ganas donde quiera que esté. Que lo estamos buscando. Que no están solos. Que se encomienden a Dios. Y que me siento orgullosa de él aunque estoy sufriendo por no verlo”, llora. El pañuelo no da más, pero Macedonia no se rinde: “Lo voy a buscar hasta donde sea. Enfrentaremos lo que sea por nuestros hijos. Queremos abrazarlos, saber que están bien. Hasta el final, sea como sea, los encontraremos. Vivos los agarraron, vivos los queremos. Que vuelvan los 43”.