Los hombres del lago, en jaque

En tiempos de la colonia, sus antepasados llegaron a un acuerdo: los aimaras labrarían la tierra y ellos, los urus -un grupo indígena que bajó por los Andes desde Perú al sur de Bolivia asentando sus comunidades en torno a ríos y lagos- se dedicarían al agua.

Así lo explica Luis Valero en un castellano marcado por un fuerte acento quechua y ataviado con el poncho y el sombrero típico de su comunidad. Luis es el alcalde de Villa Ñeque, uno de los tres pueblos habitados por los “urus del lago Poopó” en el departamento de Oruro.

El pacto se convirtió en una condena para su generación, que con el paso de los años ha tenido que perseguir un lago que fue menguando, contaminándose y que, poco a poco, se quedó sin peces, sin flamencos, sin los recursos que los mantenían.“El lago era hasta más arriba y era hondo”, dice el hombre de 31 años, como queriendo justificar la decisión que tomaron sus ancestros, aunque ésta significó que los urus se quedaran sin tierra.

“Se confiaron nuestros padres en el lago que va a subsistir a nosotros, pero no era así”.

Don Eulogio, tío de Luis y uno de los hombres más ancianos del pueblo, recuerda que cuando era joven sólo tenía que dar unos pasos desde su casa para ir a pescar y el agua le llegaba hasta las rodillas.

Para sus sobrinos, en cambio, las jornadas de pesca –cuando las había- implicaban desplazarse durante horas hasta llegar a la parte del lago que aún albergaba vida, e incluso pasar dos o tres días lejos de casa para conseguir los peces que después sus mujeres venderían en Challapata, Oruro o Cochabamba.

“El lago ha bajado y ha llegado la contaminación de (la minera boliviana) Inti Raymi y a los pescados (los) ha empujado hacia más allá”, dice Don Eulogio en quechua, mientras apunta hacia un paraje seco donde no se alcanza a ver ni una gota de agua.

“¡Cómo he sufrido empujando mi barquito!”, lamenta por su parte Luis, al recordar los años de la agonía del lago Poopó, que a finales del año pasado no dio más de sí y desapareció. A los urus, entonces, les tocó reiventarse. Los habitantes de Villa Ñeque se vieron forzados a migrar o trabajar para los aimaras -a quienes llaman “los vecinos”-, cultivando sus tierras o arreando a su ganado.

Luis y su hermano Cemiano Valero, de 34 años, trabajan como albañiles para una familia aimara en la localidad de Machacamarca, a hora y media por carretera desde Villa Ñeque. “Ahora que nos ha dejado el lago, no hay trabajo”, cuenta Cemiano, subido a una tabla de madera sujeta por dos bidones que hace las veces de andamio, mientras su hermano le acerca en una pala la masa de cemento que acaba de preparar. “A la fuerza tenemos que aprender a construir con ladrillo porque los urus siempre hemos construido con adobe”.

Con eso y lo que ganan sus esposas pastoreando ganado, que también pertenece a los aimaras, logran mantener a los once hijos que suman entre ambos.“Nuestros hijos también comen, estudian. Ya no queremos que sean como nosotros. Yo, por ejemplo, hasta el quinto básico he estudiado, ¿no ve?”, confiesa Luis sin poder reprimir las lágrimas.

“Pero mis hijos… yo no quiero que sufran de esta manera. Es lamentable”.

“Cada uno piensa con qué sobrevivir. Yo más que todo he pasteado ganados de los vecinos. Me han pagado por un año diez corderos y ya (se) han reproducido harto y estoy manteniendo ya a mi familia”, cuenta Wilfredo Zuma, un amigo de los Valero de 35 años que decidió quedarse en su comunidad.

Pero pocos resistieron en el pueblo. Hoy más de la mitad de las casas están desocupadas, pese a que el año pasado el gobierno les entregó a varios de los pobladores una veintena de modernas viviendas.

De las 40 familias que había en Villa Ñeque, ya sólo quedan unas 15. Y eso se nota en las fiestas y en las asambleas: cada vez que tratan de llevar a cabo un proyecto, no hay gente suficiente para ejecutarlo. Ahora luchan para que con el lago no se vaya también su cultura.

“Los vecinos dicen: ya los urus se están desapareciendo. Pero los que vivimos aquí, (nos) estamos manteniendo”, se defiende Wilfredo.

Aún antes de la muerte del lago, los expertos se referían a los urus del lago Poopó como una minoría étnica sumida en la pobreza y “con riesgo de desaparecer”. Pero Wilfredo no se resigna. Para él, el futuro está en mantener su cultura y hacerla más fuerte. Por eso ve como positivo que, a falta de pescado que vender, las mujeres estén volviendo a fabricar artesanías –sombreros, ponchos y réplicas de putucos, la casa tradicional de los urus- que después venden a los turistas.“La comunidad tiene que estar unida”, dice Zuma entrelazando sus manos, como su clave para no extinguirse.